viernes, 5 de noviembre de 2010

Un gorrión en el quicio de la ventana

La lluvia decae, pero las casonas continúan soltando agua calle abajo perfilándose como una sola. Son construcciones antiguas. Piedras gastadas que a fuerza de escurrir tormentas se han ido redondeando y perdiendo hasta el cemento que las une, asemejándose a edificios extraños sostenidos en el aire porque sí, por encanto, sin otra lógica que su vejez.
            Son ocho o diez los techos que conforman el puebluco, apiñados a mas no poder. Cuando llueve, se diría que solo se moja una casa, la del centro, que por ser la mas grande cuenta con los mayores paredones y los mas alados tejados. Y las de las orillas, cobijadas sus piedras bajo piedras mayores, soportan con beatitud y nobleza los avatares del tiempo y de la tormenta, criando algo de verdín en invierno, y algunas camadas de gorriones y vencejos rayando allá la primavera.
            Bajo el pueblo corre el río pegadito a él. Tan solo escasos metros separa sus orillas con la cuadra mas cercana. Es un río de cantos gruesos y homogéneos. Con las orillas cubiertas de helechos y argomas, que caen con violencia sobre su superficie haciéndola ralladuras, en silencio y sin dolor sobre el agua.
            Dibujan un arco las aguas librando el bosque, y miran de doblar tras la última tapia y la última huerta para proseguir serenas dejando tras de sí un meandro tosco e indefinido que apenas se deja sentir en el ritmo monótono y arrullador que lo define.
            La noche llega tal cual. No es amenazadora, ni interrumpe nada. Se difuminan las líneas, y el pueblo queda emborronado. La persistente cortinilla de agua que ha azotado todo el día desaparece y se hace invisible, pero sigue ahí. El reguero de la calle baja rebosante desde la parte alta; se le siente a través de la puerta. Dentro hay luz. He encendido la lamparilla eléctrica que cuelga en medio de la cocina y su parpadeo nos envuelve en esa enorme placidez que ya conoces. En el hogar, la poca lumbre que se mantiene viva está calentando la cena.


            Me recuesto y miro la luz, distraída, somnolienta;  él está subido en la trébede y parece que dormita, pero yo sé que es una excusa para no mirarme, para no hablar. Hablar, como en las curas de las heridas, duele y hace sangrar en ocasiones. Pero ya ni tan siquiera sé si su mal se cura hablando; ni si se cura.

            Recogiendo un poco de heno ha sido metódico en la labor. Su propia disciplina le guarda de mí. Ha estado cauto y concentrado. Sus palabras ha sido medidas, las necesarias.
            En el camino de regreso he intentado forzarle, “esta noche escribiré a mamá unas letras, padre, ¿si quieres que le cuente algo .... Pero su silencio resulta tan doloroso  que casi me arrepiento de habérselo mencionado.
            La cena humea. Debo levantarme. Mi obsesión es tal, que el mas nimio suceso, el mas leve detalle, me hace pensar en la posibilidad de que lo utilice para perfeccionar su puesta en escena: no puedo consentir que prospere la imagen de viejo decrépito que ni para retirar el puchero del fuego tiene fuerza; aunque reconozco que a veces me asalta la duda de cuánta verdad habrá en ella.

            Cuando floreaba la hierba, tú todavía estabas aquí. Era distinto, aunque ya empiezo a olvidar.
            Bamboleaba los hombros de izquierda a derecha, y de atrás hacia delante cuando se te acercaba al sol, muy ufano y gallito él, casi como un chulo mafioso. El tiempo nos alegraba, y aunque también entonces llovía, la lluvia era distinta. Venía repleta de sol. Parecía que siempre eran luminosos los amaneceres, y las noches intensas y estrelladas; borrachas de aroma de jazmín.
            Te soltabas el moño dejando caer esa enorme coleta cana que tanto nos gusta,

parece que siempre hayas tenido el pelo blanco; y sujetando los ganchitos con los dientes, deslizabas sobre su regazo, picarona, la horquilla de hueso beige, a modo de deshonesta proposición. El te contestaba con una mirada entre complacida y aburrida, y regresaba a la lectura del diario, girando de cuando en cuando los ojos hacia ti con una mueca cómica de desconfianza.
            Ahora ya no mira, ya no me mira. En multitud de ocasiones trato de escudriñar sobre mis lentes sus secretos. Veo que levanta la cabeza e intenta observarme, afrontar la habitación cara a cara, y no puede. Se enclaustra tras ese velo que se ha formado entre nosotros, y desaparece.
            Camino sola por el pueblo, no me acompaña. Las mujeres no murmuran sobre lo vuestro, es agua pasada. Las mujeres acechan en sus madrigueras en busca de carnaza. Ya las conoces. Vigilan en silencio desde hace toda una eternidad. Se aburren en silencio; viven y mueren en silencio. Transitan a través de nosotros con el ceño duro de su ignorancia; testigos inocentes de lo que te pasa a ti, a mi, a padre...
            Esas mujeres tras las cortinas ya no murmuran de vosotros. Cuando te fuiste sí. Al montar en el coche ayudada por Sara y Cosme, mas bien parecía que te llevaban al camposanto que no a vivir con ellos. Se las veía ensimismadas sí: padre aquí, tú tan lejos.
Pero son mujeres buenas. No se las puede pedir mas. Al fin y a la postre actúan como se espera de ellas; como generación tras generación las hemos educado minuciosamente.

            Antes siempre andaba conmigo. En las mañanas caminábamos ligeros por el empedrado. Tomábamos el sendero y, cruzando el puente, salíamos a la carretera. De allí al ganado apenas si un rato a paso vivo. La mañana era corta, y la vuelta mucho mas plácida que la ida. Caminábamos relajados. El trabajo mellaba ya en su cuerpo, y yo presentía su fatiga. Fumaba pitillos cortos liados al paso sobre el asfalto, y hablábamos de los avatares de la faena. Tu estabas en casa. Quizás sea eso lo mas importante del día, verte a ti luminosa, siempre luminosa, asomada a la ventana, con la cortina blanca suspensa y enredada sobre la frente como una mantilla bordada en día de fiesta.

            Permaneces sentada en tu silla mecedora leyendo estas letras. De cuando en cuando golpeas impetuosamente el suelo con un pie, y te balanceas adelante y atrás. Crujen los mimbres del respaldo.
            Siento que tu también recibes inmutable mis noticias. Ya no te acecha el llanto como antes. ¿Es la edad la que ha dotado de ese temple para no llorar, o es que tan hastiados están tus ojos de lágrimas?. El tampoco llora.
           
            Me veo niña mirado sobre la almohada. Esperando los primeros albores de la mañana. A medida que la primera luz va marcando el día sobre los cristales, la pared contra la que se apoya la cama recibe poco a poco el temple de la lumbre que arde desde hace ya un buen rato al otro lado. La cama se convierte en un nido; un lugar sereno y apacible. Le oigo desayunar en la cocina y, paso a paso, gusto de reconstruir mentalmente todos sus actos: tras colocarse las botas se atusa el pelo hacia atrás sin molestarse en usar el peine, y golpea con un pie y luego con el otro, el suelo tratando de que el calzado encuentre la horma perfecta. Pasa la palma de la mano encallecida sobre las mejillas sin afeitar haciendo “ras, ras” y sorbe despacio el café y leche azucarado sentado en el borde de la mesa. Luego entra en la habitación. Sabiéndome despierta me ofrece un sorbo de su desayuno, me incorporo, bebo y vuelvo a acostarme; clava las mantas bajo el colchón arropando la sábana y desaparece quedamente cerrando la puerta tras de sí. No hay palabras por medio. Es tan intensa la relación que habrían roto el hechizo.


            Mientras te cuento esto, no puedo por menos que divagar, y me vencen los recuerdos. Tengo miedo, madre, de que sean estas imágenes que acuden a mi mente el final de algo. Sara y Cosme te han llevado hace mucho tiempo ya para cuidarte mejor. Si él hubiera hecho lo mismo ..., el muy borrico ...
            Temo que este invierno terrible no cederá nunca. Si cabe, cada vez sopla aire mas fuerte. Y la lluvia ..., esta maldita lluvia ...
            En el patio interior todavía te queda algunas plantas rebosantes en el macetero. Alguna vez acude él y las cuida. Les quita los hierbajos y las hojas secas, remueve la tierra de los tiestos con un tenedor oxidado, y los cubre del frío todas las noches con un enorme envoltorio de plástico que trajo de no sé donde. Creo que esa es la única actividad, la única relación que le une a ti todavía.

            Cosme vino temprano aquella mañana. El día nacía despacio entre una niebla sutil, blanca y roja, que parecía surgir de la tierra y el bosque. Los neumáticos del coche crepitaron suavemente al girar frente al umbral de la casa sembrado de grava, y humearon un poco al detenerse exhalando vapor.
            Venía risueño. La bufanda pillada con el cuello de la chaqueta le colgaba a ambos lados, casi hasta los bolsillos. El abrigo abierto dejaba entrever una pequeña caja de dulces semioculta que sujetaba con una mano y que luego no sabría a quién regalar. Con la otra entrelazaba los dedos de Sara. Esta venía trémula. Tal vez un punto asustada, o preocupada mejor. Preguntaron por ti. Tu estabas dentro arreglándote. Un par de veces te asomaste apartando imperceptiblemente el visillo de la ventana, procurando que no advirtiéramos tu presencia, pero yo te sabía ahí, y ahora recordando, probablemente todos te sabíamos ahí, confusa y cohibida, dudando a última hora de tu decisión ya tomada.   


            Cuando aparecieron Cosme y Sara, padre salió a recibirles con cortesía y hasta con bastante afabilidad. Se mostró sonriente en todo momento, aunque dejó claro desde el primer instante su verdadero estado de ánimo, asomando un atisbo de tristeza en sus ojos que no dejaba lugar a dudas.
            Al rato surgías por la puerta decididamente alegre. Desde el primer momento no diste opción, no me diste opción de tener tu cara entre mis manos unos pocos segundos y decirte de mi amor por ti.
            Saludabas a Cosme cariñosamente, alborotándole el pelo, y a Sara, su mujer, con un beso sincero en la mejilla. Tardé un segundo en meter la maleta en el automóvil; fue el tiempo suficiente para decir adiós a padre. Le hubieras quitado la boina casi bruscamente, de un manotazo, y tus dedos se habrían deslizado sobre su cabeza con dulzura, tratando de peinar su calva, pero él, casi adivinándolo, se la caló con fuerza y dirigió sus pasos al interior de la casa. Tu mirada fue tras él, comprensiva, hasta que se ocultó, y recogiéndote el vuelo del abrigo sobre el vientre, subiste al coche que te aguardaba.

            Le siento morir, madre; al amparo del invierno padre se nos está yendo poco a poco.
            Es tiempo de despedidas para todos nosotros, madre.
            Junto al quicio de la ventana ha buscado cobijo un gorrión empapado que procura arreglar el manojo de plumas lacias y desatendidas, que le cubren sin mucho arte, que le hacen tiritar.
            “¡Chito!”, digo elevando la voz. El gorrión mira, interrumpido, a través de la luz y levanta el vuelo frenético hacia la negrura, rociando en su fuga los cristales ya húmedos, con nuevas gotas mas puras y brillantes, si cabe, que las que antes perlaban allí.
            Le siento morir madre, te digo. Padre está mirando a la luz del otro lado del cristal y, como al gorrión, no le gusta lo que contempla. O ya lo tiene todo visto, no sé.

            Humea el último leño en el hogar, requemándose cada vez mas. El fuego se ha avivado un momento con un soplo de aire que se ha colado entre el tiro de la chimenea, y que ha supuesto su fin.
            Comienza a enfriarse la estancia y es tarde para revivir la llama. Apago la lamparita eléctrica, y le dejo allí, sobre la trébede, inmóvil como siempre.
            “Hasta mañana, padre”, me despido casi suplicante de una palabra.
            “Adiós”, musita entre dientes. He preferido hacerme la huidiza y no he vuelto la cabeza. Los músculos del cuello se me han agarrotado en pugna por volverme hacia él, pero no he tenido valor.
            Dejo  la puerta entornada tras de mí, como una disculpa, y por miedo a hacer ruido si la cierro.
      

4 comentarios:

  1. Nada hay que aplaque el dolor de una separación indeseada. Sólo cabe llenar el vacío con otro placer, tan intenso como el primero si es posible, que actúe como bálsamo.
    Tendemos siempre al final feliz y no siempre se puede arreglar.
    Ley de vida.

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  2. Una despedida entrañable, sentida y valorada en los recuerdos de un ser querido que ya no está... Sólo los recuerdos guardados y compartidos serán capaces de llenar el vacío .Las partidas siempre nos marcan pero, nos queda los añorados momentos vividos....Te deseo lo mejor sabedora que yo también viví lo mismo por eso, tu entrada, me es tan cercana y entrañable.Un abrazo y que tengas una semana saludable

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  3. Muchas gracias, Josemari, por tu visita a mi blog y tus amables palabras. Es un placer enorme visitar el tuyo. Seguiré leyéndote.

    Un abrazo,

    Luis.

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  4. Paso para saludarte y desearte un estupendo fin de semana. Con tu permiso y cuando tenga un ratito libre te enlazo a mi blog.Un abrazo

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